De
Profundis
- 3 - Por afecto a tí...
|
Finalmente, te ordené
que salieras de mi habitación. Fingiste hacerlo; pero cuando levanté
la cabeza de la almohada, en la cual la había hundido, continuabas
allí, y con la brutalidad de la risa y el histerismo de la rabia,
avanzaste hacia mí. Me invadió un sentimiento
de horror; por qué razón exacta, no sabría decirlo;
pero inmediatamente salté de mi lecho, y tal como estaba me escapé
y descendí los dos pisos, saltando los escalones de cuatro en cuatro
hasta el comedor, que no dejé hasta que el propietario (a quién
llamé) me aseguró que tú habías salido de mi
habitación, prometiéndome él acudir en mi ayuda si
era preciso. Pasada una hora, habiendo llegado el médico,
me halló, naturalmente, en un estado de completo abatimiento nervioso
y con más fiebre que antes; silenciosamente volviste a buscar
dinero; te apoderaste de lo que pudiste encontrar en el tocador y
sobre la repisa de la chimenea, y después abandonaste la casa con
tu equipaje. No necesito decirte lo que pensé de ti
durante los dos solitarios días siguientes de mi enfermedad.
Tampoco necesito decirte que vi claramente que era una deshonra para mí
seguir tratando siquiera a un ser semejante al que acababas de revelarte.
Reconocí que había llegado el último momento y lo
reconocí como un gran alivio realmente. Me daba cuenta
de que en lo por venir mi arte y mi vida serían ya más libres
y mejores y más bellos, hasta donde fueran posible.
Aun estando enfermo, me sentí encantado. El hecho
de que nuestra separación era irrevocable me devolvía la
tranquilidad.
La fiebre fue bajando gradualmente,
hasta el martes.
Ese
día era mi cumpleaños. Entre los telegramas
y demás correspondencia que estaba sobre mi mesa, había una
carta tuya. La abrí, sobrecogido por un sentimiento
de tristeza. Sabía perfectamente que había acabado
la época en que una frase amable, una expresión afectuosa,
una palabra apenada me obligaría a contestarte. Te había
menospreciado.
Tu carta de felicitación
por mi cumpleaños era una repeticiónn, arteramente ideada,
de los dos escándalos mencionados, trasladados con toda minuciosidad
al papel. Con bromas soeces te burlabas de mí, y tu
única preocupación fue mudarte de nuevo al Gran Hotel y ordenar,
antes de volver a Londres, que incluyesen tu comida en mi cuenta.
Me felicitabas por mi prudencia
levantándome enfermo de la cama para huir escaleras abajo de repente.
"Fue un mal momento para tí -escribías-; peor de lo que puedas
imaginarte" ¡Ah, demasiado bien lo sabía! No me
enteré nunca de lo que ocurrió realmente. ¿Llevabas
encima la pistola que compraste para asustar a tu padre, y que un día,
creyéndola
descargada, disparaste en un restaurente público? ¿Tendiste
tu mano hacia un cuchillo ordinario de mesa que se hallaba sobre un mueble
entre nosotros? ¿Te habías olvidado, en tu furor, de
tu pequeña estatura y de la inferioridad de tu fuerza y pensado
en algún extraño insulto personal o incluso en un ataque,
mientras que yo yacía enfermo? No podría decirlo.
No lo he sabido nunca. Sé únicamente que me invadió
un sentimiento de profundo horror y que tuve la impresión de que,
si no huía inmediatamente de la habitación, habrías
hecho o intentado hacer algo que, incluso para ti, hubiera sido un
eterno motivo de verguenza . . . [Yo: y lo sigue siendo y lo seguirá
siendo para todos los douglas y quensberry -sí, con minúsculas-
ad infinitum...se cumple la profecía de Wilde: un eterno motivo
de verguenza]
Solamente una vez en toda
mi vida anterior había yo experimentado una sensación tal
de horror ante una persona.
Y fue cuando tu noble
padre, en presencia de aquel bravucón que le acompañaba,
(quizá también era su amigo), sufrió en mi biblioteca
de la calle Tite una especie de ataque de rabia,
con furiosos gestos y soeces insultos dignos de un
mísero cerebro, lanzando contra mí
las odiosas amenazas que de modo tan innoble puso después en práctica;
aunque en aquella ocasión fue el quién salió de mi
casa, pues le arrojé de ella. En el
caso
relacionado contigo fui yo quien tuvo que huir. No era aquella
la primera vez que tuve que guardarte contra ti mismo. Acababas
esa carta con la siguiente frase: "En cuanto bajas de tu pedestal,
dejas de ser interesante. La próxima vez que caigas
de nuevo enfermo, me marcharé enseguida de tu lado."
¡Qué brutalidad demuestran esas líneas en quien las
ha escrito! ¡Qué carencia absoluta de imaginación,
qué vulgaridad más obtusa de carácter!
"En cuanto bajas de tu pedestal, dejas de ser interesante.
La próxima vez que caigas enfermo, me marcharé enseguida
de tu lado." ¡ Cuántas veces he recordado esas
frases en las lúgubres y solitarias celdas de las diversas
cárceles en que he estado recluido! Las he repetido
incesantemente, percibiendo de ellas (quiero suponer que erróneamente)
una parte del secreto de tu extraño silencio. Decirme
a mí eso, a mí, que precisamente por cuidarte había
sido contagiado de aquella fiebre que ahora me postraba en el lecho, era
la cosa más indignante en su ordinariez e inhumanidad.
Aunque escribir una carta así, fuese a quien fuese, sería
en cualquier persona un pecado imperdonable, si es que existe realmente
algún pecado que no pueda ser perdonado. Pero confieso
que, después de leída tu carta,
me sentí como manchado, como si mi trato con un ser de tu
calaña hubiera deshonrado mi vida para siempre.
[yo: que proféticamente
brujo......brujo.....brujo!!!!!]
Y así era ciertamente; aunque esto, solo pasados SEIS MESES JUSTOS
había yo de saberlo. Pensaba volver a Londres
el viernes y visitar particularmente a sir Jorge Lewis para rogarle que
dijese a tu padre que yo había decidido firmemente no volver a dejarte
entrar a mi casa bajo ningún pretexto, ni invitarte a mi mesa, ni
salir contigo, ni convivir con un joven como tú en ninguna parte.
De acuerdo con esa decisión, debí habértela comunicado
por escrito, ya que no podrías por menos de comprender los motivos
que me hacían adoptarla. Lo tenía yo preparado
todo para el jueves por la tarde; pero el viernes por la mañana,
cuando desayunaba, antes de partir, leí por casualidad en un periódico
la noticia de que tu hermano mayor, el verdadero jefe de la familia, el
heredero del título, el mayorazgo, que sostenía su casa,
había sido encontrado muerto ante una tumba, teniendo a su lado
un revólver descargado. Las circunstancias horribles
de aquella tragedia, que, como ahora se sabe, se debió a una desdichada
casualidad,
pero
que entonces fue duramente comentada, por imaginar la gente que la habían
acarreado causas muy obscuras; la impresión causada por la
muerte repentina de un hombre muy estimado por cuantos le conocían,
y casi la víspera, por decirlo así, de contraer matrimonio;
la idea que me forjé de tu propio dolor fraternal; el convencimiento
de la pena que iba a causar a tu madre la pérdida de uno de los
seres a quien se volvía siempre en busca de consuelo y de alegría
y que, según ella misma me había contado, no le había
hecho jamás verter ni una lágrima desde que nació;
la certeza de tu apesadumbrada soledad, pues tus otros dos hermanos no
estaban en Europa, siendo tú, por tanto, el único a quien
podían recurrir tu madre y tu hermana, no solo para compartir
su dolor, sino para atender con ellas a las atroces responsabilidades que
una muerte así entraña; un auténtico sentimiento
de humanidad para con las lacrymae rerum, para con el llanto de que está
formado este mundo, para con el pesar de la Humanidad: todos estos
pensamientos y todas estas emociones, reunidos y agolpados en mi cerebro,
hicieron que brotase en mi una piedad infinita hacia ti y hacia tus familiares.
Olvidé mis preocupaciones personales y toda mi amargura.
No podía portarme contigo como lo habías hecho tú
durante mi enfermedad ante aquella pérdida tan dolorosa que sufrías.
En un arranque inmediato te telegrafié, dándote mi más
sentido pésame, y, además, te escribí, invitándote
a venir a mi casa en cuanto pudieses y quisieses. Pues me pareció
terrible dejarte solo entre extraños en una situación semejante.
A tu
regreso al lugar de la tragedia, adonde habías sido llamado, viniste
a verme enseguida, muy mansa y sencillamente, vestido de luto y con los
ojos nublados por las lágrimas. Venías a buscar
consuelo y ayuda como pudiera buscarlos un niño. Te
abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice mía
tu pena, a fin de ayudarte a soportarla. Jamás, ni con
una sola palabra, hice alusión a tu conducta conmigo: a las
escenas y a la carta indignantes.
Tu pena
me parecía que te aproximaba a mí más que nunca.
Las flores que te ofrecí para depositarlas en la tumba de tu hermano
eran un símbolo no solo de la belleza de su vida, sino también
de la belleza que yace latente en toda vida esperando salir a luz un día.
Los
dioses son extraños. No solo utilizan nuestros vicios para herirnos.
Nos llevan a la ruina por lo que hay en nosotros de bueno, amable, humano,
afectivo.